La reconcentrada fijación en lo crudo, la necesidad de una
individualidad colectiva que se desprende a través de la aceptación animal,
desgarbada y salvaje del ser humano sin importar su clase social, a pesar de
las corrientes políticas, religiosas e ideológicas del último ciclo, son los
catalizadores que normalizan lo poético dentro de BUDNIK.
Valiéndose de una prosa laberíntica y retórica, usando un
lenguaje simbólico para renombrar el presente, pasado y futuro, con acrónimos
que sirven de palabra/noción para encasillar diversas entidades. Juan Carreño
hace de su narrativa una suerte de guión poético dividido en escenas sumergidas
en la marginalidad heredada, en avatares que cargan con el peso de ser quienes
son, en historias envueltas de matices políticos como una suerte de preludio al
presente, que destacan la desagradable experiencia de tener que elegir un bando
(creer en algún partido, ser evangélico o católico, entender que naciste
asquerosamente privilegiado o pobremente digno, enfocarse en huevear o tomarse
la vida y la responsabilidad del cambio de una forma seria).
Lentamente los capítulos evidencian que la pobreza y falta
de oportunidades, en los más observadores y disconformes, engendra una
rencorosa esperanza camuflada de odio y, en su forma más pura, la universal necesidad
de expresión, de hacernos escuchar, de crear. El autor, a través de esta búsqueda
del registro artístico, nos revela el perfil de los parias modernos, los que a
pesar de contar con agua potable, comidas diarias y alcohol, no se dejan
convencer por los recursos básicos a su disposición, los que instintivamente
son para ellos una especie de cómoda prisión.
La puesta en escena de los círculos under, la relación
entre el potente y plástico espíritu de snobismo (cuyo sentimiento de
superioridad es inaguantable) frente al ojo sincero que rescata lo simétrico
como un punto de estética moldeable, la caricatura de los que disfrazan su
necesidad de diversión con la idea de mini-revoluciones (que a la larga no son
más que performances cuyo sentido entiende solamente quien las ejecuta),
imprime en el subconsciente lo patético del autodidacta, que cree poseer
verdades absolutas por el simple hecho de tener el don de criticar a diestra y
siniestra, con argumentos válidos tomados desde cualquier arista que le sea
conveniente, hacen de quien frecuenta estas zonas una especie de converso en
potencia, mientras se desliza en busca una identidad creadora.
Sin embargo, es en la primera parte del libro donde se
evidencia lo real: la atmósfera animal y solitaria que inspira a los neo-punks (y
a los movimientos con los que estos dialogan) a creerse parte de un mundo al
cual sencillamente no pertenecen: el de los verdaderamente desclasados,
condenados a vivir como fenómenos aislados. Como Boby, el entrañable personaje
de “patas de perro”, o de Cristián, el huraño compañero de Aniceto Hevia en
“Hijo de Ladrón”, pobres diablos cuya paradójica rebeldía dota a sus miradas de
un espíritu desafiante capaz de intimidar a cualquiera que se crea poseedor de
conciencia o sentido común.
Escenas y flashbacks, dibujos inquietantes hechos por un
habitante de la nada cuya edad se hace indescifrable, memorias de sacerdotes
rusos, monólogos acertados y verosímiles pertenecientes a todas las clases sociales,
hacen de esta novela un documental que evidencia, de todos los flancos
posibles, a los culpables y salvadores del hoy, cuya batalla se lleva a cabo en
silencio, salvo para los que, casualmente, quedan atrapados en este histórico y
permanente fuego cruzado.
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